sábado, 4 de julio de 2009

El hombre de Tisbé (I)

En el mayor porcentaje de los lectores de la Biblia existe la tendencia de vitorear apresuradamente a cualquier personaje que parece dejar un testimonio elocuente para Dios. A esto se debe el hecho de que personas como Elías hayan llegado a ser una de esas figuras populares de los cristianos.
Santiago, en una descripción fugaz del carácter de este personaje, nos dice que "Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras…" con todo, él reconoce que la oración eficaz de cualquier justo puede mucho. De manera que aunque el denominador común entre los cristianos de todos los tiempos es que somos sujetos a pasiones semejantes, lo que hace que podamos tener las expectativas más optimistas es aquella Justicia que nos ha sido imputada por Dios más que el dudoso mérito de la obediencia.

Al sondear manuales, diccionarios, y libros de exégesis bíblica en busca de datos precavidos sobre Elías, se nota que la mayor parte de ellos hacen una mera trascripción de versículos bíblicos armando una precaria síntesis. Estas cosas, más que arrojar alguna ventajosa luz para una investigación interesante, cierran el paso al estudiante del texto Sagrado, pero si uno busca un resumen apresurado de un personaje de la Biblia, de un profeta digamos, podrá hallarlo en los libros sin mayores complicaciones.
Ahora bien, si uno busca saber la verdadera identidad y personalidad de un personaje bíblico deberá remover el intenso polvo acumulado por la, a veces, agobiante exégesis tradicional.
El desventurado nivel de análisis que se hace frecuentemente de este personaje (Elías) en los libros de mayor circulación es apenas subcutáneo, casi nunca intramuscular.

Quizás el lector sea susceptible a las sugerencias de una introducción contemporánea que nos orientará a comprender algo más de Elías.

En medio de la agitación social de los países que sufren la devastación de las luchas internas y de las guerras civiles, suelen aparecer personas (a veces elegidas por el pueblo, a veces elegidas por el gobierno ante el apremio de las circunstancias) cuya función principal es la de desarrollar sus actividades en cargos públicos difíciles.
Generalmente se asume de antemano que a las personas que llegan a ocupar dichas posiciones se las hace cargo de saldar satisfactoriamente todo déficit moral y/o financiero existente. Especialmente si son administradores de la Justicia.
Es sobre los hombros de estas personas que suele balancearse la sed de justicia de miles y miles de defraudados.
Pero por idóneas que sean dichas personas, naturalmente se sabe que nunca estarán exentas de los errores inherentes de los seres humanos, pues el limpio cristal de toda función pública permite que, tarde o temprano, se vean las torpezas involuntarias, o los delitos cometidos por dichos funcionarios.

Por regla general, una buena proporción del electorado será implacable a la hora de juzgar delitos en las funciones públicas (Argentina puede ser una excepción a esta regla), pero si se trata de deslices involuntarios e insignificantes, el líder en cuestión puede contar conque el pueblo será capaz de tolerar de buena gana dichas cosas banales, aduciendo un más amplio sentido común en referencia al error que existe siempre en el factor humano.
Ahora bien, al mirar retrospectivamente en la historia podemos decir que al término de una buena gestión en cargos públicos, (es decir, de una gestión honesta y normal) el pueblo se encargará de que aquel funcionario que cumplió con lo que cualquier hijo del vecino podría haber cumplido, sea inmortalizado, endiosado, y glorificado. No obstante los buenos caudillos han sido personas ampliamente normales, muchas veces sin otra virtud que la de la humildad, es decir, la virtud de no permitirse tener un concepto desmesurado de si mismos.
Dichos caudillos, en honor a la verdad, difícilmente admitirían haber sido individuos singulares más allá del promedio.

Cuando el grado de gobernabilidad de un pueblo es nulo y alguien acepta el desafío de la conducción de dicho pueblo en una función pública, esa persona debe saber de antemano que las expectativas que la población tiene de quien es su nuevo conductor son multiplicadas veces mayores que la capacidad real que hay en él.
En cuanto a buenas cosas, la gente suele presuponer muchísimo más de sus líderes de lo que realmente debería presuponer.

Elías fue un hombre tomado de un cierto montón de personas apenas virtuosas, por no decir normales. Fue llamado por el Gobierno Supremo para desarrollar una función pública que implicaba una reforma moral, como así también política (debía denunciar el pecado y el sincretismo de Israel, y ungir para dos naciones a dos nuevos reyes elegidos a dedo por Dios: Hazael, para Siria, iría en lugar de Ben-adad, y Jehú, para Israel, suplantaría a Acab.)

Elías nació y vivió en un tiempo cuando la nación de Israel estaba políticamente dividida. Creció en el clima de un cisma partidista en el que el oficialismo y la oposición se debatían viejos rencores del pasado. Como cualquier ser social advirtió que mientras los hermanos se peleaban, los de afuera los devoraban. Su desarrollo fue dentro de los límites de una nación decadente en todos los sentidos.
Elías fue uno entre los muchos israelitas que pretendían hacer nada más y nada menos que lo que Dios pedía. No había ninguna virtud sobrenatural en los que pensaban como él, sino más bien, en Aquel que los tomaba del montón y los ungía soberana y sobrenaturalmente.
Elías vivía en el norte de un reino que alguna vez no había conocido ciertas diferencias entre Norte y Sur. Como Jesús, Elías fue alguien que en su carne no podía verse menos distinto que cualquier otro israelita.
Elías recibió y aceptó de Dios el honor de desarrollar un cargo público en Israel cuando el horno no estaba para bollos. Y naturalmente la gente (y hasta los mismos lectores contemporáneos de la Biblia) lo tomaron con expectativas que superaban en mucho al Elías verdadero.

El infame Acab marcaba la impronta de turno en las crónicas de los reyes de Israel, sin embargo su padre, Omri, es el que podría llamarnos un poco más la atención, porque cualquier dinastía demanda cierta atención sobre su cabeza original.
La denominada dinastía omrica ha corrido la venturosa suerte de permanecer bien acreditada por ciencias como la arqueología. La evidencia empírica que ha quedado de esta estirpe nos favorece en el estudio, y nos habla de notables personalidades que, comenzando por Omri, hicieron grandes osadías, y grandes obras que reflejan pocos escrúpulos morales.
Omri fue un déspota militar más que un político y fue el precursor en el establecimiento de una nueva capital en Samaria. De hecho fue él quien compró de un tal Semer el monte de Samaria, por dos talentos de plata, y allí edificó una nueva capital de marcada política disidente. De Semer, el antiguo dueño, devino el nombre Samaria.

Omri representa sino el punto más elevado, al menos el punto inicial de una dinastía que sojuzgó a Israel en una forma insólitamente cruel, pues el joven Acab y sus predecesores rindieron honor a la política de su papá. Hay que reconocer que en el sentido inmoral, los descendientes de Omri fueron horneados en el mismo molde, y cortados con la misma tijera.
Cuando Acab tuvo un tenso encuentro con Elías, oyó de él palabras que reprochaban a su predecesor: ¿Eres tú el que turbas a Israel? Y él respondió: Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, (Omri) dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales. (1ªRe.18:17-18.)
Israel se vio perjudicado por la conducción de esta pérfida dinastía.

La carrera y los hechos de Acab demuestran que fue un hombre astuto. Desde el principio de su reinado consideró prudente establecer una alianza con los sidonios, que en aquel momento histórico eran un pueblo de economía fértil debido a su política naval de comercio exterior. Consecuentemente se casó con la hija del Rey de Sidón; Jezabel, (yesi, para los amigos.)

En Samaria, Acab construyó con exclusividad un templo al dios Baal, la Biblia nos señala que por influencia de su media naranja, y acaso para complacerla respecto de los cultos de su tierra natal.
En su tiempo, Acab, adorador de Baal, fue la iniquidad personificada, y si bien se dice en la Escritura que Omri había sido el peor de todos los reyes, también se dice que su hijo superó a su padre en la profesión de la maldad. "Acab hizo más que todos los reyes de Israel para provocar la ira de Jehová Dios de Israel" (1ªRe.17:33.)
Es difícil leer tan exuberante crónica de injusticia sin que la conciencia comience a gestar una movilización interna en reclamo de la intervención Divina.

Es en semejante contexto que resulta ser comprensible, (pero equivocado), el hecho de que se espere que Elías sea el paladín de la Justicia, la personificación de todo el bien necesario para equiparar toda la maldad de Acab.
Parece ser que en una historia en la que el mal se viene demostrando triunfante, la mente del lector va tramando la figura del necesario defensor de la equidad, la sombra de un lobo solitario, el mito de un kung fu para aleccionar a los que desafían al Cielo.

Elías fracasa, como cualquier hijo de hombre, en llenar expectativas tan elevadas, pero no por una gran ineptitud, sino porque simplemente Elías es un ser humano normal que no llega a ser quien nosotros quisiéramos que fuese, a saber; el total justiciero de Dios. Sin embargo, al verlo salir al escenario de la función pública uno no puede menos que hacerle cargo de reivindicar el nombre de Dios y ser, por lo menos, inmaculado. En esto se notará que en nuestra exégesis se hace más evidente la influencia de la escuela cinematográfica de Hollywood, que la escuela de la hermenéutica bíblica.

Cuando Elías se presenta ante el perverso Acab y le dicta frases atemorizantes y contundentes, el lector llena inmediatamente a Elías de un contenido ideal, pero ficticio. Es que el lector no ha reparado en que las frases matadoras dichas por Elías no provienen de él, sino de Dios, porque él solo es un simple vocero de la Voz que puede mandar a los reyes y a los hombres.
La figura de Elías se hace especialmente atractiva si uno se pone romántico e interpreta mal cierta fraseología empleada por él: "Entonces Elías tisbita, que era de los moradores de Galaad, dijo a Acab: Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra."

Para un público ansioso de hallar personalidades rudas y carismáticas, estas palabras son como música para sus oídos.
Enfatizo la parte con la cual más nos gusta identificarnos, pero se aclara que la palabra de Elías gozaba de una autoridad delegada por Dios, y no de una autoridad propia, y Elías lo sabía muy bien. Somos nosotros los que bien podemos olvidarnos de ese importante detalle y caer redondos en los brazos de un profeta que no pretende seducir a nadie.

Es comprensible (pero equivocado) que muchos creyentes vean en Elías el Superman de la sotana, el profeta Cósmico, es decir, un personaje virtuosísimo, galantón, y superdotado.
Lo cierto es que difícilmente la Biblia nos pinta un Elías semejante. La Biblia realmente nos pintará:
-Un Elías que por ser humano, no será totalmente capaz de ponerse a tono con las circunstancias inicuas que le rodean,
-Un Elías que por ser humano, se verá asaltado por la depresión,
-Un Elías que por ser humano le brotará un burdo nacionalismo,
-Un Elías que por ser humano se mostrará iracundo, y nada manso ni humilde de corazón.
-Un Elías que, por ser humano, en ciertos momentos la dará de guapo,
-Un Elías que por ser humano se equivocará mucho en sus apreciaciones espirituales y necesitará ser corregido por Dios.
-etcétera

Cuando los líderes cristianos reciben la honra de desempeñar cargos públicos en las iglesias, deben tener en cuenta que las expectativas que se tienen de ellos serán mucho más elevadas de lo que deberían ser (aceptémoslo la gente es así, y esas son las reglas del juego).

Será bueno, pues, que no permitamos que la gente se enamore de lideres que, aunque muy idóneos y capacitados por Dios, son humanos, y por ende falibles.

A la gente que se le enseña a mirar a Dios es a la que no se le puede quitar la vista de las más altas expectativas.
Las expectativas de este tipo de cristianos nunca serán amenazadas.
Debemos edificar noblemente la obra de Dios.

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